¿Qué es ejercer el poder?

[Entrevista a MICHEL FOUCAULT, realizada el 3 de noviembre de 1980]

 

Michel Foucault (MF): En cierto sentido, soy un moralista, en la medida en que creo que una de las tareas, uno de los sentidos de la existencia humana, aquello en lo que consiste la libertad del hombre, es jamás aceptar nada como definitivo, intocable, evidente, inmóvil. Nada de lo real debe erigirse para nosotros en una ley definitiva e inhumana. En esa medida, puede considerarse que debemos alzarnos contra todas las formas de poder, pero no entendido simplemente en el sentido restringido de poder de un tipo de gobierno, o de un grupo social sobre otro; eso no es más que un elemento entre otros. Llamo «poder» a todo lo que tiende de hecho a hacer inmóvil e intocable lo que se nos ofrece como real, como verdadero, como bien. 

—Pero ¿no debemos fijar las cosas, aunque sea de modo provisorio? 

     MF: Por supuesto, no quiero decir que sólo tengamos que vivir en una discontinuidad indefinida. Al contrario, todos los puntos de fijación, de inmovilización, deben considerarse como elementos en una táctica, en una estrategia; vale decir, en el marco de un esfuerzo por devolver a las cosas su movilidad, su posibilidad de ser modificadas o de cambiar. Hace un momento le decía [que] los tres elementos de mi moral son: [primero,] rechazo a aceptar como evidente por sí mismo lo que se nos propone; segundo, necesidad de analizar y saber, porque nada de lo que tenemos que hacer puede hacerse sin una reflexión, así como sin un conocimiento, y esto es el principio de curiosidad; tercero, principio de innovación, es decir, no inspirarse en ningún programa previo y buscar bien —tanto en ciertos elementos de nuestra reflexión como en nuestra manera de actuar— lo que nunca se pensó, se imaginó, se conoció, etc. Por ende, rechazo, curiosidad, innovación. 

—La concepción moderna del sujeto parece implicar esas tres nociones de rechazo, curiosidad e innovación. ¿Lo que usted ataca es la tendencia a fijar esta noción del sujeto?

     MF: Lo que procuré indicarle es en qué campo de valores se situaba mi trabajo. Usted me preguntó si yo no era un nihilista que rechazaba la moral. Le digo que no. También me preguntaba, y esta es una pregunta muy legítima: «En el fondo, ¿por qué hace lo que hace?». Respondo: «Estos son mis valores». Me parece que sin duda la teoría moderna del sujeto, la filosofía moderna del sujeto, puede conferir al sujeto una capacidad de innovación, etc., pero que en realidad se la confiere teóricamente. De hecho, por lo tanto, esto no permite trasladar la práctica los diferentes valores que procuro infundir a mi trabajo y no a la teoría del sujeto. 

—¿Puede existir un poder abierto? ¿O bien el poder es intrínsecamente represivo? 

     MF: Creo que las relaciones, el modelo del poder, no deben comprenderse como un sistema opresivo que viene de lo alto y se abate sobre los individuos, prohibiéndoles decir esto o aquello. Creo que el poder es un conjunto de relaciones.  ¿Qué es ejercer el poder? Por cierto, no es tomar este grabador y tirarlo al suelo. Tengo la posibilidad de hacerlo: tengo la posibilidad material de hacerlo, la posibilidad física, la posibilidad deportiva… 

—¿Tal vez incluso la voluntad? 

     MF: Si lo hiciera, no ejercería un poder. Pero en cambio, si tomo el grabador y lo arrojo al suelo para causarle un fastidio a usted, o para que usted no pueda repetir lo que yo dije, o para presionarlo y conseguir que se comporte de tal o cual manera, o para intimidarlo (es decir, cuando trato de actuar sobre su conducta por medio de una serie de recursos), ejerzo un poder. Eso equivale a decir que el poder es una relación entre dos personas. Es una relación que no es del mismo carácter que la comunicación, aunque estemos obligados a valernos de instrumentos de comunicación. No es lo mismo decirle «hace buen tiempo» o «nací en tal fecha»; ejerzo un poder sobre usted, actúo o procuro actuar sobre su conducta y conducirla, dirigirla. El medio más sencillo, desde luego, es tomarlo de la mano y obligarlo a ir aquí o allá. Yo diría que, en cierto modo, ese es el grado cero del poder. Es la forma límite y, en el fondo, en ese momento el poder deja de ser tal para no ser ya otra cosa que fuerza física. En cambio, cuando me valgo de mi edad, de mi situación social, de los conocimientos que puedo tener acerca de tal o cual cosa para hacer que usted se conduzca de tal o cual manera —vale decir, cuando no lo fuerzo a nada y lo dejo libre—, ejerzo entonces el poder. Es obvio que el poder no va a definirse a partir de una violencia apremiante que reprima a los individuos, los fuerce a hacer esto y les impida hacer aquello, sino cuando hay una relación entre dos sujetos libres y un desequilibrio por el cual uno puede accionar sobre otro y este último es «accionado» o acepta serlo. Entonces, a partir de ahí… Ya no sé cómo empezaba la pregunta. Ah sí, ¿si el poder siempre es represivo? Claro que no, puede adoptar unas cuantas formas y, después de todo, puede haber relaciones de poder que sean abiertas.

—¿Eso quiere decir iguales? 

     MF: Nunca iguales, porque una vez que hay un poder hay una desigualdad. Pero puede haber sistemas reversibles. Tome por ejemplo lo que pasa en una relación erótica. Ni siquiera hablo de una relación amorosa, sólo hablo de una relación erótica. Como usted muy bien sabe, se trata de un juego de poder en el que el poderío físico no es necesariamente el elemento más importante. Y tenemos, uno con respecto a otro, cierta manera de actuar sobre la conducta del otro, de determinarla, sin perjuicio de que, a continuación, el otro se valga precisamente de eso para, a la inversa, determinar la del primero. Como ve, tenemos ahí un tipo, por completo local, desde luego, de poder reversible, [y quiero decir] limitado. Pero en sí mismas, si se quiere, las relaciones de poder no son [tan sólo] [represión. Sin embargo, lo que sucede es que en las sociedades, en la mayoría de ellas, tal vez en [todas las sociedades,] hay organizaciones destinadas a hacer que las relaciones de poder queden coaguladas, se mantengan en provecho de unos cuantos, en una disimetría social, económica, política, institucional, etc., que inmoviliza por completo la situación. Y entonces, en general es eso lo que se llama poder en sentido estricto. De hecho, es cuestión de un tipo de relación de poder institucionalizada, coagulada, inmovilizada, en provecho de algunos y a expensas de otros. 

—¿Y unos y otros son víctimas de ella? 

     MF: Ah no, es un poco facilista decir que quienes ejercen el poder son víctimas. En fin, puede sucederles en efecto que caigan en la trampa, que queden atrapados en el ejercicio del poder. Bueno, son mucho menos víctimas que los demás. 

—¿Cómo pueden los marxistas criticarlo? Usted no es ortodoxo, qué duda cabe, pero al parecer se alinea con las posiciones marxistas.

     MF: ¿Me alineo? No sé. Vea, no sé qué es el marxismo. Además, no creo que exista, en sí y para sí. En realidad, la mala suerte —o la buena suerte, como se quiera— de Marx fue que siempre hubo organizaciones políticas que hicieron suya su doctrina. Y de un modo u otro es la única teoría histórica —y filosófica, en última instancia— cuya permanencia, a lo largo de hace ya un siglo, siempre estuvo ligada a la existencia de organizaciones sociopolíticas extraordinariamente fuertes y combativas, e incluso vinculadas a aparatos de Estado en la Unión Soviética. Por eso, cuando me hablan del marxismo, yo diría: ¿cuál? ¿El que se enseña en la República Democrática Alemana, el Marxismus-Leninismus? ¿Son los vagos conceptos desmañados e híbridos que utiliza alguien como Georges Marchais? ¿Es el cuerpo de doctrina al cual se remiten algunos historiadores ingleses? En fin, no sé qué es el marxismo. Intento debatirme con los objetos de mi análisis y cuando en efecto me parece que hay un concepto que puede encontrarse en Marx o en un marxista, [un concepto] que va bien, lo utilizo. Pero me da completamente lo mismo, nunca quise, siempre me negué a considerar que la conformidad o no conformidad respecto del marxismo podía ser o podía constituir un criterio de diferencia para aceptar o suprimir lo que yo estaba diciendo. Me tiene absolutamente sin cuidado. Entonces, cuando los marxistas rechazan una serie de cosas de las que, sin embargo, sé perfectamente, porque las encontré en Marx […]; cuando los marxistas me critican en relación con puntos en los que soy justamente quien más cerca está de lo que dijo Marx, me río y me convenzo, una vez más, de que entre las muchas personas que no conocen a Marx [están aquellos que es oportuno] poner en la primera fila de los marxistas. Eso es todo, eso es todo. Si agregamos que, como buenos militantes políticos, desde luego, jamás presentan la posición del adversario de manera correcta, sincera, auténtica y objetiva, atribuyen cosas que uno nunca ha dicho, construyen caricaturas, etc., no veo por qué tendría que entrar en esas discusiones. 

—¿Se le ocurre algún sistema de poder para gobernar, para organizar a los seres humanos, que no sea represivo?

     MF: Bueno, usted comprenderá que un programa de poder no puede adoptar más que tres formas. O ¿cómo ejercer el poder lo mejor posible, es decir, de la manera más eficaz posible, lo cual en líneas generales significa: cómo reforzarlo? O bien la posición absolutamente contraria, ¿cómo derrocar el poder, contra qué acometer para poner en cuestión tal o cual cristalización de las relaciones de poder? Por último está la posición intermedia, que consiste en decir «¿cómo es posible limitar del modo menos malo posible las relaciones de poder, tal como se constituyen para luego  quedar congeladas en una sociedad dada?». La primera posición, hacer un programa de poder para ejercerlo mejor, no me interesa. La segunda me parece interesante, pero creo que debe considerársela esencialmente en función de sus objetivos, esto es, de las luchas concretas que deben librarse, y eso implica precisamente no hacer una teoría a priori. En cuanto a las formas intermedias —¿cuáles son las condiciones de poder que son aceptables?—, digo que esas condiciones no pueden definirse a priori: siempre son resultado de una relación de fuerza dentro de una sociedad; así, en esa situación, en ese estado de cosas, resulta que tal o cual desequilibrio que permite la existencia de relaciones de poder, en suma, es tolerado por quienes son sus víctimas, por quienes durante un tiempo están [en la] posición más desventajosa. Entonces, ¡vaya a decirles que eso es aceptable! Después uno advierte muy rápido, y de hecho siempre (a veces al cabo de algunos meses, a veces al cabo de varios años y eventualmente siglos) [que] la gente resiste, [que] ese compromiso ya no funciona. Eso es. Pero no hay que dar una fórmula óptima y definitiva del ejercicio del poder. 

—¿Quiere decir que en las relaciones entre los hombres hay algo que se coagula y que, al cabo de cierto tiempo, se vuelve intolerable? 

     MF: Sí, bueno, a veces lo es de inmediato. Lo reitero, el poder tal como es, las relaciones de poder tal como existen en alguna o alguna otra sociedad, jamás son otra cosa que las cristalizaciones de relaciones de fuerza, y no hay razón para que esta cristalización pueda o deba formularse como teoría ideal de las relaciones de poder en una sociedad dada. En cierto sentido, sabe Dios que no soy estructuralista, ni lingüista, etc., pero, en fin, usted comprenderá, es un poco como si un gramático viniera a decir: «Y bien, así es como debe ser la lengua, así es como deben hablarse el inglés o el francés». ¡Pero no! Puede decirse cómo se habla una lengua en un momento dado, qué es lo que se comprende y qué es inaceptable, incomprensible, y eso es todo lo que puede decirse de ella. Sin embargo, esto no significa que ese trabajo sobre la lengua no permita innovaciones. 

—Usted se niega a hablar en términos positivos, salvo para el momento presente. 

     MF: Una vez que se concibe el poder como un conjunto de relaciones, de relaciones que son de fuerza, no puede haber una definición programática de un estado óptimo de las fuerzas; o sólo puede haberla si, entonces, uno toma partido y dice: «Yo quiero que —por ejemplo— la raza blanca, aria y pura tome el poder y lo ejerza». E incluso decir: «Quiero que sea el proletariado el que ejerza el poder, y que lo ejerza de manera total […]». A partir de ese momento, sí, estamos ante un dato, un programa de construcción de poder. 

—¿Es inherente a la existencia de los seres humanos que su organización se traduzca en una forma represiva de poder? 

     MF: Por supuesto. Una vez que, en el sistema de las relaciones de poder, hay gente en una posición tal que puede actuar sobre los otros y determinar su conducta, esa conducta de los otros no será totalmente libre. Por consiguiente, según los umbrales de tolerancia, según un cúmulo de variables, la situación será más o menos aceptada, más o menos rechazada, pero nunca se la aceptará del todo, siempre habrá escollos, siempre habrá gente que no quiera aceptar, siempre habrá puntos donde la gente se sublevará, resistirá. 

—¿No habría que distinguir voluntad consciente y voluntad inconsciente? Yo puedo elegir someterme, aceptar un poder: en ese caso, ¿puede hablarse de dominación? También pueden decirme: «Aun cuando no elijas, es bueno para ti, en realidad lo quieres, y yo lo sé». ¿En qué caso puede hablarse de dominación? 

     MF: Y bien, no sé qué es una voluntad inconsciente. El sujeto de voluntad quiere lo que quiere y, una vez que introducimos en él una escisión que consiste en decir: «No sabes lo que quieres. Yo voy a decirte lo que quieres», es obvio que ese es uno de los medios fundamentales para ejercer el poder. 

—Pero en el caso de las personas que aceptan que un poder se ejerza sobre ellas, ¿se puede hablar de dominación? 

     MF: Y bien, sí, usted acepta ser dominado, eso es todo. 

—Pero para esas personas no es una dominación. 

     MF: Sí, aceptan ser gobernadas, aceptan ser dirigidas. 

—Una pregunta concreta: ¿cómo haría usted para resolver el problema de la criminalidad? U otro ejemplo que me dio el profesor Dreyfus: dijo que su hijo quería escribir en la pared y que, según usted, impedírselo sería un acto de represión. ¿Hay que permitírselo o decirle «¡basta!»? 

     MF: No, en relación con el hijo del profesor Dreyfus, que quería escribir en las paredes, de ningún modo dije que impedírselo significara oprimirlo. […] Al no estar casado ni ser padre de familia, me guardaría muy bien de decir cosa alguna. Si me hiciera del poder la idea que se me atribuye con frecuencia, que es algo horrible y represivo, en fin, algo horrible cuya función es reprimir al individuo, es obvio que impedir a un niño escribir en una pared sería una tiranía insoportable. Pero no es eso lo que digo. [El poder] es una relación, una relación por la cual se conduce la conducta de los otros. Y no hay razón para que esa conducción, esa manera de conducir la conducta de los otros, no tenga en definitiva efectos positivos, valiosos, interesantes, etc. Si yo tuviera un crío, le juro que él no escribiría en las paredes (o escribiría, pero contra mi voluntad). 

—Por lo tanto, siempre hay que examinar… 

     MF: [Sí,] es precisamente eso que usted dice: un ejercicio del poder nunca debe darse por sentado. No por ser padre usted tiene derecho a abofetear a su hijo. Tenga la certeza de que, cuando usted actúa sobre su conducta —y a menudo el hecho mismo de no castigarlo es también una manera de actuar sobre su conducta—, entra en un sistema muy complejo y que en efecto requiere una infinidad de reflexiones. Y cuando se piensa, si le parece, en el cuidado con el cual, en nuestra sociedad, se han examinado los sistemas semióticos para saber cuáles eran los valores significantes de un montón de cosas, yo diría que, en comparación con eso, los sistemas de ejercicio del poder han quedado relativamente descuidados, al no prestar tal vez la atención suficiente a las complejas consecuencias de los encadenamientos que se producen a partir de ellos. 

—Su posición escapa constantemente a la teorización. Es algo que hay que rehacer a cada instante.

     MF: [Sí,] es algo que hay que rehacer a cada instante. Si se quiere, es una práctica teórica, una manera de teorizar la práctica, no es una teoría. Creo que, cuando se analizan de cierta manera las relaciones de poder, como yo intento hacer ahora, lo que digo no es contradictorio. 

Su posición es muy diferente de lo que yo imaginaba 

     MF: —Se hacen de mí la idea de una especie de anarquista radical que tendría por el poder algo así como un odio absoluto, etc. ¡No! Con respecto a ese fenómeno extremadamente importante y difícil en una sociedad que es el ejercicio del poder, intento adoptar la actitud más reflexiva y, diría, más prudente posible; prudente desde el punto de vista del análisis, es decir, efectivamente, de los postulados posibles, tanto los morales como los teóricos: [hay que saber] de qué se trata. Pero interrogar las relaciones de poder con el mayor de los escrúpulos, la mayor de las atenciones posibles, y en todos los dominios donde pueden ejercerse, no quiere decir [construir] una mitología de los poderes como la bestia del Apocalipsis […]. 

—¿Cuáles son los principios que guían su acción con respecto a los otros?

     MF: Ya se lo he dicho: rechazo, curiosidad e innovación. 

—¿No son todos negativos? 

     MF: Pero usted comprenderá que la única ética que se puede tener respecto del ejercicio del poder es la libertad de los otros. Entonces, insisto, no voy a apremiarlos diciéndoles: «¡Hagan el amor así! ¡Tengan hijos! ¡Trabajen!». 

—Confieso que me siento un poco perdido, sin orientación, porque resulta un enfoque demasiado abierto… 

     MF: Pero escuche, escuche. ¡Qué difícil es! No soy un profeta, no soy un organizador, no tengo que decir [a la gente] lo que tiene que hacer, no tengo que decirle: «Esto está bien para ustedes; aquello no está bien para ustedes». Procuro analizar una situación en lo que puede tener de complejo, con la función, [para] esta tarea de análisis, de permitir, a la vez, el rechazo, la curiosidad y la innovación. Eso es. […] No tengo que decirle a la gente: «Esto es bueno para ustedes». 

—¿Y para usted personalmente? 

     MF: Eso no es asunto de nadie. Creo que en el centro de todo esto de un modo u otro hay un equívoco en cuanto a la función, ¿cómo decir?, de la filosofía, del intelectual o del saber en general; esto es, que les toca a ellos decirnos lo que está bien. ¡Pero no es así! No es ese su papel. Demasiado tienden ya a desempeñar ese papel. Hace dos mil años que nos dicen lo que es bueno, con las consecuencias catastróficas que eso implica. Entonces, como usted comprenderá, hay un juego que es terrible, un juego tramposo, en el cual los intelectuales […]  tienden a decir lo que está bien y la gente no pide más que una cosa: que le digan lo que está bien, y apenas se le dice empieza a gritar: «¡Qué mal! ¡Qué mal!». Si es así, ¡cambiemos el juego! Y digamos que los intelectuales ya no tendrán que decir cuál es el bien, y corresponderá a las personas, sobre la base de los análisis de las realidades propuestas, trabajar o conducirse espontáneamente de manera tal que sean ellas mismas quienes definan lo que es bueno para ellas. […] El bien se innova. El bien no existe en un cielo intemporal, con personas que sean como los astrólogos del bien y puedan decir cuál es la coyuntura favorable de los astros. El bien se define, se practica, se inventa. Pero es un trabajo, es un trabajo no sólo de muchos, [sino] un trabajo colectivo. ¿Está más claro ahora?

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