Mi respuesta a los patriotas

SALARRUÉ

    

Mis amigos me han dicho: «Tú que eres sereno, tú que ves las cosas con los ojos adormilados, tú que estás siempre en la tierra del ensueño, en ese mundo irreal a donde los golpes de la marea de aquí abajo no llegan, por lo mismo, por eso, tú debes dar tu opinión en estos momentos en que la patria se encuentra en la indecisión. Apunta tu microscopio y dinos qué ves y cómo lo ves, de algo ha de servirnos, hazlo por patriotismo, dígnate pisar con tus plantas la tierra firme, siquiera por una vez»…

     Y se han echado a reír. Conozco en su manera, que lo han dicho en parte como burla amistosa, con el cariño que infunden los locos pacíficos, en parte en serio y es por ello que yo me he quedado perplejo y me he sentido luego como incomprendido, tenido como un ser vago e inútil, de un mundo problemático. Y me he indignado en mi dignidad de hombre y he alzado mi grito de protesta, como la voz en el desierto escribiendo esta respuesta a los patriotas sin nombre…

     Yo no tengo patria, yo no sé qué es patria. ¿A qué llamáis patria vosotros los hombres entendidos por prácticos?

     Sé que entendéis por patria un conjunto de leyes, una maquinaria de administración, un parche en un mapa de colores chillones. Vosotros los prácticos llamáis a eso patria. Yo el iluso no tengo patria, no tengo patria pero tengo terruño (de tierra, cosa palpable). No tengo El Salvador (catorce secciones en un trozo de papel satinado); tengo Cuscatlán, una región del mundo y no una nación (cosa vaga). Yo amo a Cuscatlán. Mientras vosotros habláis de la Constitución, yo canto a la tierra y la raza: la tierra que se esponja y fructifica, la raza de soñadores creadores que sin discutir labran el suelo, modelan la tinaja, tejen el perraje y abren el camino. Raza de artistas como yo, artista quiere decir hacedor, creador, modelador de formas (cosa práctica) y también comprendedor. La mayor parte de vosotros se dedica en su patriotismo, a pelearse por si tienen o no derecho, por si es o no constitucional, por si será fulano o zutano, por si conviene un ismo u otro a la prosperidad de la nación. La prosperidad es para vosotros el tenerlo todo, menos la tierra en su sentido maternal. Capitalistas embrutecidos, perezosos y bribones muestran sus caras abotagadas y crueles a no menos crueles comunistas pedigüeños, sórdidos y rapaces. Mientras estos dos bandos en todos sus grados de intensidad se gruñen unos a otros, nosotros los soñadores no pedimos nada porque todo lo tenemos. Ellos se arrebatan las cáscaras y nos dejan la pulpa. «El pan es mío, todo mío, dejadme vender el pan», gritan unos: «No», dicen los otros: «Tenemos hambre y el pan es nuestro, porque la tierra es nuestra»… Mientras nosotros los soñadores, sin que nadie se oponga, hacemos crecer la espiga embelleciendo el paisaje, gozamos la música del maizal que sonríe en la brisa, recogemos cantando la mazorca y dejamos el comerla a tarascadas a los puercos. El cafetalero es un pedante que habla del mercado, de la baja, del alza, cuenta pisto agachado sobre las mesas, husmea costales y no ha estado nunca tirado al fondo de un cafetal, en el misterio de las noches de luna; no nota la belleza del grano sangriento cuando resbala entre los dedos de las cortadoras cantarinas, ni conoce el aroma y la leyenda de la flor del cafeto. El azucarero no ha oído nunca del susurro consolador de los cañaverales, ni ha visto mecerse el chipuste en marejadas armoniosas. Todos ellos giran alrededor de una sola cosa: el dinero. Unos quieren ganar el quinientos por ciento y otros quieren que se les suban sus salarios. El comunista usa un botón rojo y habla de degollar, llama justicia al buen pan y buen vino bien compartido, y no ha sabido nunca del saber dar al que todo lo tiene, que es quien nada tiene. El indio del arado y la cuma que hace el paisaje agrario bajo el sol crudo, está satisfecho de hacer vivir con sus manos toscas y renegridas, manos de dios, a un pueblo entero que se entrega a una locura llamada política, que no solo e infructuosa sino dañina. Este indio vive la tierra, es la tierra y no habla nunca de patriotismo. Ni teme al extranjero que nada puede quitarle de lo de él, a menos de quitarle la existencia.

     Yo que paso en la tierra del ensueño, según vosotros, yo estoy más en el corazón de la tierra, arraigado de verdad, con raíces abajo y queriendo florear por arriba. Si la tierra de Cuscatlán se alzara un día personificada llamando a sus hijos, a mí, de los primeros me reconocería y no a los políticos y a los istas de esa cosa llamada patria, El Salvador y demás zarandajas que simbolizan con banderas y escudos y que señalan con fronteras imaginarias. No, yo no soy patriota ni quiero serlo; tengo mejor concepto de un guineo patriota que de un patriota. A mí no me agarran ya con esas cosas respetables. Ni siquiera trabajo en Patria, trabajo en Vivir, es decir, no en la patria sino en la vivienda, terruño o querencia, como diría Espino. Viviendo, sí, con sueño y todo, pero viviendo una vida real, la vida que se saborea como vino sagrado. Yo no aro ni siembro ni cosecho la tierra: oficio ante el altar y doy las gracias en nombre de los soñadores cosechando un grano invisible que desgrano de la mazorca de la vida y de la espiga de la costumbre.

     ¡Qué cosa es vuestra patria, que yo no la miro!… Me pedís que descienda a vuestra realidad y no sé dónde poner el pie; por todos lados encuentro arena movediza. Si yo os invito a que vengáis a mi terruño, tendréis amplio campo donde correr y sudar; podréis untaros las manos en barro fresco y llenaros el pecho de aire puro. En esa vuestra patria yo solo respiro odio, cobardía, ambición, incomprensión.

     ¡Qué diera yo por traeros a esta mi tierra!… Ya los pocos que había conmigo se han marchado; me encuentro casi, casi solo. Solo con el indio contemplativo y la mujer soñadora. Ya no hay Miranda Ruanos que escriba Las Voces del Terruño, libro que ya nadie lee; Ambrogi habla constantemente de Quiñónez; los Andinos escriben «Política»; Bustamante es empleado de juzgado; Castellanos Rivas se hace Secretario Particular; Guerra Trigueros no oye más caer las estrellas en la fuente inmemorial; Julio Ávila se dedica al comercio; Llerena enmudece; Gómez Campos tiene tienda; Paco Gamboa se doctora; Salvador Cañas «prepara» a sus muchachos; Masferrer ya no canta; Gavidia discute sobre el radio; Chacón hace aseguros de vida; Rochac habla de finanzas; Villacorta se queja de la Tesorería; Vicente Rosales anda en corrillos; Miguel Ángel Espino es fuente seca; y en fin, me veo solo en la tierra de la realidad, apenas con un Mejía Vides que quiere ir al estero a pintar un tiempo (como Gauguin en Tahití) y un Cáceres que sueña y llora en los rincones del «Atlacatl».

     Sí, qué diera yo por traeros a esta mi tierra ¡A esta mi tierra (que no es hipotética, como la vuestra: cerros enmontañados, y llanos ondulantes en donde al salir el son cantan los gallos, en donde no hay Art. No tal, sino un árbol de grata sombra; en donde no hay el inciso cuarto, sino el ojo de agua para la sed; en donde la ley de tal cosa esta representa por la lluvia, por la luna o por el viento.

     Lírico, sí, es verdad; pero lírico sobre el polvo de la tierra y no prosaico e insípido sobre hediondos conceptos y rancias doctrinas. Lírico bajo el cielo azul, y no sórdido bajo la losa del ismo.

     Como me lo pedís, he pisado ya con mis plantas la tierra firme; pero la mía, no la vuestra, que no es firme ni es tierra sino humo (del feo). Lo he hecho porque me habéis obligado, porque al fin habéis conseguido distraerme de mi «éxtasis azul impráctico» y hasta habéis logrado indignarme un segundo. Sabed, de una vez por todas que yo no tengo patria ni reconozco patria de nadie. Mi campo es más amplio que esa tajadita de absurdo que queréis darme. Mucho más amplio. Ni siquiera el mundo. Ni siquiera el cosmos…

 

San Salvador

21 enero 1932

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