La tumba de Yon Sosa
MARIO PAYERAS (Chimaltenango, Guatemala 1940 – ciudad de México, México 1995)
El Panteón Municipal de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, está situado en lo alto. Al entrar al cementerio, llegando de Villa Nores, se tiene la impresión de permanecer en la azotea de la pequeña ciudad o en un suburbio del cielo, del cielo reciente y único del sureste. Allí, desde el 20 de mayo de 1970 está enterrado el comandante Marco Antonio Yon Sosa, junto con otros dos guerrilleros guatemaltecos: Fidel Raxcacoj Xilumul y Enrique Cahuequc Juárez. El primero de los dos fue mejor conocido por su nombre de guerra, Socorro Sical; era oriundo de Rabinal, tierra del Popol Vuh.
No es difícil hallar en el cementerio el lugar donde yacen estos combatientes. El pueblo de Tuxtla mantiene viva la memoria del hecho, y no es raro hallar las tumbas adornadas con flores. Luchadores sociales han tomado el lugar como sitio simbólico, dándose cita allí en ciertas ocasiones para conmemorar efemérides propias, para efectuar juramentos, para reafirmar algún propósito. Hará un par de años que don Gervasio Grajales —el veterano periodista tuxtleco que se hizo cargo de los cadáveres hace dieciocho años— pagó de su peculio la perpetuidad y mandó a construir las camas de las sepulturas. Desde entonces se las conoce por la inscripción esclarecedora que ostenta cada una: murió por un ideal.
Siguiendo la calle principal del cementerio, hacia la puerta del sur, poco antes de llegar a esta, hay que doblar a la izquierda. Por entre tumbas y nichos se llega a lo que es quizás un guaje y se asciende después una leve colina. En la cara del oriente están las sepulturas: las tres fueron dispuestas en dirección este oeste. No tienen, pues, en el giro eterno de la muerte, colocada la cabeza en el sentido del sur, como tendría que ser para que sobrellevaran la rotación de la tierra.
Estuvimos allí un día a principios de enero. El sitio estaba enmontado, y en los vasos funerarios había flores marchitas que databan quizás del último día de muertos. No tuvimos contratiempo en pagar una limpia y poner claveles nuevos. Costaba hacerse a la idea de que allí permanecieran, inmóviles para siempre, los restos de quien en vida anduvo todas las montañas. A la memoria vinieron los versos de Oscar Oliva, el poeta chiapaneco, dedicados a los tres guerrilleros yacentes:
Un conejo salta por entre los matorrales
¿Cómo es su apariencia?
«Gris es su pelaje
y es hermoso,
y largas son sus orejas».
¿Cómo se ven sus ojos?
«Es rojo el fuego de su
mirada;
y anda como jorobado
el conejo».
Siendo uno de nuestros héroes contemporáneos (en un país tan pobre en prohombres y paradigmas), Yon Sosa ha sido injustamente olvidado. Con Luis Turcios y otros oficiales encabezó el levantamiento militar del 13 de noviembre de 1960, la fecha que marca el inicio de la lucha armada revolucionaria en Guatemala. A partir de su alzamiento, la vida de Yon Sosa se ligó definitivamente a la suerte de su pueblo. Los azares de la lucha y la necesidad de cuadros políticos para el movimiento lo hicieron vincularse a revolucionarios trotskistas mexicanos. Aunque a partir de ese momento los nuevos planteamientos del Movimiento 13 de Noviembre sacudieron el pensamiento de los revolucionarios, pronto su teoría cristalizó en un nuevo dogma. Reprobado en nombre de ortodoxias tan pretenciosas como ineficaces, el militar rebelde debió enfrentar a la vez el acoso del enemigo y la censura de los otros destacamentos revolucionarios.
Desde entonces, su nombre lleva un estigma, como en su día lo llevaron, en la patria del socialismo, Bujarin, Trotsky y otros próceres soviéticos a los que apenas hoy comienza a hacerles justicia la Perestroika. Solo de una posición no fue nunca expulsado el recuerdo de Yon Sosa: de la memoria del pueblo, de aquel que en la hora de las armas le atribuía al comandante la virtud de refugiarse en el vientre de un caimán o la de transfigurarse en racimo de plátanos para escapar al enemigo.
Eran los años de infancia del movimiento, edad que pareciera prolongarse todavía. Es hora ya de que la revolución guatemalteca piense con cabeza propia y marche por sus propios pies.
Allí están, pues, los tres, con los restos hacia el este, la dirección de su país de origen. Para ese lado el cielo es más azul, rumbo de Comitán y de la Selva Lacandona. Si cesara un minuto el estrépito terrestre y se hiciera suficiente silencio, por la parte en que el sol nace se alcanzaría a escuchar, allá a lo lejos, el horizonte de rugidos de los monos saraguates en la selva florida. Es nuestro país natal, el lugar entrañable por el que batallamos. Y si pudiéramos prestar más atención todavía sabríamos distinguir el rumor del Lacantún, el canto de la espumuy en el silencio intacto y, cada vez más audible, el sonido peculiar del motor de explosión de los helicópteros. Es 1968 y una columna en armas trata de abrirse paso en su marcha hacia el norte. Tras la muerte de Turcios, y luego de la ofensiva contra el frente de Zacapa (escindido el movimiento por la lógica agudeza de las pugnas internas en momentos de reflujo), varios jefes rebeldes intentan un repliegue estratégico en dirección a las selvas septentrionales. Pablo Monsanto, Andrócles Hernández, Feliciano Argueta, en efecto, logran reagrupar algunas fuerzas de la Sierra de Las Minas y del frente de la ciudad, poniéndose en camino rumbo a la Alta Verapaz. A la cabeza va Yon Sosa. Tras varias semanas de marcha, extenuados por las penalidades en un itinerario sin bases campesinas, el proyecto se desploma. Atenazado por el hambre, algún combatiente muere al comer frutillas venenosas; Mario Botzoc, dirigente estudiantil y altaverapacense, cae en choque con el ejército gubernamental, durante una forzada incursión a los caminos reales para abastecerse. Yon Sosa regresó a la capital, e ignoramos los hechos que, dos años más tarde, lo llevarían de vuelta a la zona de su muerte.
Las bocas del Lacantún son el centro de la selva. Toda el agua del sureste mexicano y de los Cuchumatanes parece confluir allí, formando el vasto caudal del Usumacinta. Es un mundo fluvial, con ciudades de piedra y flora parasitaria, cuyos bajorrelieves no terminan de fugarse por el reflejo del agua. Al entrar las grandes lluvias y con ellas el tiempo del desove, migraciones completas de machacas remontan los cursos de agua, buscando los manantiales. Después de la postura, cada cardumen retorna a los ríos mayores que corren hacia el golfo. Arriba, universos de loros y otras especies ruidosas le confieren sentido a los rumbos invisibles. Tal fue el sitio de la muerte. Algún día se sabrá si allí perdieron la vida o si Yon Sosa y sus dos compañeros fueron llevados prisioneros a Tuxtla. Es un asunto sórdido que, sin embargo, debe permanecer en nuestra memoria histórica.
Debe ser una casualidad, pero la vida ha hecho crecer al pie de la tumba de Yon Sosa un árbol joven, de la especie conocida en el sureste como flor de mayo. Puede tener unos diez años y sus raíces, seguro, se alimentan en lo hondo de la materia del héroe. Es difícil, ciertamente, medir el cambio de entropía que un ser humano experimenta al envejecer, e imposible del todo saber este valor cuando alguien ha muerto. Nuestra ciencia aún no establece la energía de la flor en que devenimos muertos ni otras magnitudes similares. Sí podemos, en cambio, calcular la energía social que el ejemplo de estos revolucionarios habrá de liberar entre su pueblo y aun en pueblos hermanos. Por ahora ahí están, esperando la lenta hora de Guatemala.
Y otra vez el poeta nos ayuda a despedirnos:
Adiós, Yon Sosa. Delante de tu
tumba no veo
el agua que corre como
lavatorio en la puerta de los
muertos.
Ningún caballo hay en esa
puerta, y tampoco resuena
la mano armada de tu
sufrimiento.
Salta el conejo en el matorral.
Las flores del candox brillan
como la punta de mi cigarro.
¿Cuánto tiempo ha
transcurrido después de todo
esto?
[Otra Guatemala. n.° 11, mayo de 1990]