Un amigo de Kafka

ISAAC BASHEVIS SINGER

(Radzymin, Polonia, 21 de noviembre de 1902 — Miami, Florida; 24 de julio de 1991)

1

Antes de que yo leyera a Franz Kafka, ya había oído hablar de él hacía años a su amigo Jacques Kohn, un antiguo actor del teatro yiddish. Digo «antiguo» porque cuando yo lo conocí ya no actuaba. Era a principio de los años treinta, y el teatro yiddish de Varsovia había empezado a perder espectadores. El mismo Jacques Kohn era un hombre enfermo y destrozado. Aunque se vestía como un dandi, sus ropas eran viejas. Llevaba un monóculo en el ojo izquierdo, un cuello alto pasado de moda (de los que se conocían como «asesino de padres»), zapatos de charol y un sombrero hongo. Los cínicos del club de escritores yiddish de Varsovia que los dos frecuentábamos le habían puesto de mote «el lord.» Aunque cada vez estaba más jorobado, se esforzaba con terquedad en mantener los hombros erguidos. Lo que quedaba de su otrora pelo rubio, lo peinaba formando un puente sobre su cráneo desnudo. Siguiendo la tradición del teatro de los viejos tiempos, recurría de vez en cuando a un yiddish germanizado, sobre todo cuando hablaba de su relación con Kafka. Últimamente había empezado a escribir artículos periodísticos, pero los editores rechazaban unánimemente sus manuscritos. Vivía en un ático en algún lugar de la calle Leszno y siempre estaba enfermo. Entre los miembros del club circulaba un chiste sobre su persona: «pasa el día tumbado en una tienda de oxígeno y por la noche sale como un Don Juan.»

     Todas las tardes nos veíamos en el club. La puerta se abría lentamente para dar paso a Jacques Kohn. Parecía un célebre personaje europeo que se dignara a visitar la judería. Miraba a su alrededor y hacía muecas como si quisiera indicar que el olor a arenques, a ajo y a tabaco barato no era de su agrado. Miraba con desdén a las mesas cubiertas de periódicos viejos, piezas de ajedrez rotas y ceniceros llenos de colillas, donde se sentaban los miembros del club que, con sus voces chillonas, hablaban sin cesar de la literatura. Kohn movía la cabeza, como si dijera: «¿Qué puede esperarse de unos schlemiels?» Tan pronto como lo veía entrar, me llevaba la mano al bolsillo y preparaba el zloti que con toda seguridad me pediría prestado.

     Aquella tarde en particular, Jacques parecía estar de mejor humor que de costumbre. Sonrió, mostrando sus dientes de porcelana, que no estaban bien ajustados y se movían ligeramente al hablar, y se dirigió a mí pavoneándose, como si estuviera en un escenario. Me ofreció su mano huesuda y de largos dedos y dijo:

     —¿Qué tal se encuentra esta noche la estrella naciente?

     —¿Ya empezamos?

     —Lo digo en serio. En serio. Reconozco el talento cuando lo veo, aunque yo carezco de él. Cuando actuamos en Praga en 1911, nadie oído hablar de Kafka. Él se acercó a los camerinos y tan pronto como lo vi, supe que estaba en presencia de un genio. Pude olerlo como un gato huele a un ratón. Así fue como empezó nuestra gran amistad.

     Yo había oído contar esa historia muchas veces y de muchas formas, pero sabía que tendría que escucharla otra vez. Se sentó a mi mesa, y Manya, la camarera, nos trajo unos vasos de té y unas pastas. Jacques Kohn arqueó las cejas sobre sus ojos amarillentos, inyectados en sangre. Su expresión parecía decir: «¿A esto llaman té estos bárbaros?» Echó cinco terrones de azúcar en su vaso y lo removió, haciendo girar hacia fuera la cucharilla de lata. Con los dedos pulgar e índice, este último con la uña más larga de lo común, partió un trocito de pasta, se lo metió en la boca y dijo: Nu ja, que quiere decir, no es posible alimentarse del pasado.

     Todo era teatro. Él procedía de una familia jasid que vivía en una de las pequeñas ciudades polacas. No se llamaba Jacques, sino Jankel. Sin embargo, era cierto que había pasado muchos años en Praga, Viena, Berlín y París. No siempre había sido actor del teatro yiddish, también había actuado en Francia y Alemania. Había tenido amistad con muchos personajes célebres. Había ayudado a Chagall a encontrar un estudio en Belleville. Se había hospedado a menudo en casa de Israel Zangwill. Había participado en la producción de Reinhardt, y había tomado aperitivos con Piscator. Me había enseñado cartas que había recibido no sólo de Kafka, sino también de Jacob Wassermann, Stefan Zweig, Romain Rolland, Ilya Ehrenburg y Martin Buber. Todos lo llamaban por su nombre. Cuando empezamos a conocernos mejor, me enseñó incluso fotografías y cartas de actrices famosas con las que había tenido aventuras.

     Para mí, «prestarle» un zloti a Jacques Kohn era como entrar en contacto con la Europa Occidental. Hasta la forma que tenía de llevar su bastón, cuyo mango era de plata, me parecía exótica. Incluso los cigarrillos los fumaba de manera distinta a como lo hacíamos en Varsovia. Sus modales eran distinguidos. Si en alguna ocasión, poco frecuente, me hacía algún reproche, siempre me dedicaba con elegancia algún cumplido para no herir mis sentimientos. Pero lo que más admiraba yo de Jacques Kohn era su forma de tratar a las mujeres. Yo era tímido con las chicas —me sonrojaba, me azaraba cuando estaba delante de ellas—, pero Jacques Kohn se mostraba seguro como un conde. Tenía algo bonito que decir a la mujer menos atractiva. A todas halagaba, usando un tono de ironía bien intencionada y afectando la actitud de un hedonista que está de vuelta de todo.

     A mí me hablaba con franqueza:

     —Mi joven amigo, la verdad es que soy impotente. Todo empieza cuando se desarrolla un gusto demasiado refinado. Cuando uno tiene hambre, no necesita mazapán ni caviar. Yo he llegado a un punto en que no encuentro verdaderamente atractiva a ninguna mujer. Ningún defecto me pasa desapercibido. Eso es impotencia. Veo a través de vestidos y corsés. Ya no me embaucan ni las pinturas ni los perfumes. Yo no tengo dientes, pero una mujer no tiene más que abrir la boca y ya he localizado todos sus empastes. Casualmente, ése era también el problema de Kafka a la hora de escribir: veía todos los defectos, los suyos y los de los demás. Casi toda la literatura la producen plebeyos chapuceros como Zola y D’Annunzio. En teatro, yo encontraba los mismos defectos que Kafka veía en literatura y eso nos acercaba. Pero, por extraño que resulte, cuando llegaba la hora de juzgar el teatro, Kafka estaba completamente ciego. Ponía nuestras vulgares obras yiddish por las nubes. Se enamoró perdidamente de una comicastra, Madame Tschissik. Cuando pienso que Kafka amaba a esa criatura, soñaba con ella, me avergüenzo del hombre y de sus ilusiones. Cierto, la inmortalidad no es quisquillosa. Todo el que por casualidad entra en contacto con un gran hombre, camina junto a él hacia la inmortalidad, a menudo con pasos torpes. ¿No me preguntó usted en alguna ocasión qué me hace seguir en la brecha, o acaso son imaginaciones mías? ¿No me preguntó de dónde saco fuerzas para combatir la pobreza, la enfermedad y, lo que es peor, la desesperación? Ésta es una buena pregunta, amigo mío. Yo también me hice la misma pregunta cuando leí por primera vez el Libro de Job. ¿Por qué seguía Job viviendo y sufriendo? ¿Para tener al final más hijos, más burros, más camellos? No. La respuesta es que lo hacía por el juego en sí. Todos jugamos al ajedrez con nuestro Destino como oponente. Él mueve una pieza, nosotros movemos otra. Intenta darnos jaque y mate en tres jugadas; nosotros intentamos impedirlo. Sabemos que no podemos ganar, pero algo nos empuja a luchar contra él. Mi oponente es un ángel muy duro. Lucha contra Jacques Kohn usando todas sus artimañas. Ahora es invierno, hace frío hasta con la estufa encendida, pero hace meses que mi estufa no funciona y el casero se niega a arreglarla. Además, yo tampoco tendría dinero para comprar carbón. En mi habitación hace tanto frío como en la calle. Si usted no ha vivido en un ático no conoce la fuerza del viento. Los cristales de la ventana de mi habitación se mueven hasta en verano. A veces un gato se encarama en el lado del tejado que está junto a mi ventana y se pasa toda la noche gimiendo, como si fuera una mujer que estuviera de parto. Allí estoy yo, congelado bajo las mantas, y el gato aullando por otro gato, o a lo mejor todo lo que le pasa es que tiene hambre. Podría darle un poco de comida para apaciguarlo, o echarlo; pero, para no morir de frío, me cubro con los trapos que poseo, incluidos periódicos viejos… y el menor movimiento basta para que todo se desbarate. Y aun así, si juega al ajedrez, querido amigo, es preferible jugar con un adversario que merezca la pena a jugar con un chapucero. Yo admiro a mi oponente. A veces me encanta su ingenuidad. Está sentado ahí arriba, en su oficina del tercero o del séptimo cielo, en ese departamento de la Providencia que gobierna nuestro planeta, y no tiene otro cometido que atrapar a Jacques Kohn. Estas son las instrucciones que ha recibido: «Rompe el barril, pero no dejes que se derrame el vino.» Y eso exactamente es lo que hace. Cómo consigo mantenerme vivo es un milagro. Me avergüenzo de decirle los medicamentos que tomo, las pastillas que trago. Tengo un amigo farmacéutico, si no fuera por él no podría costeármelas. Antes de acostarme las tomo una detrás de otra, en seco. Si bebo, tengo que orinar. Tengo un problema de próstata y, aun con las precauciones que tomo, me veo obligado a levantarme varias veces durante la noche. En la oscuridad, las categorías de Kant no valen nada. El tiempo deja de ser tiempo y el espacio deja de ser espacio. Tienes algo en la mano y de repente se esfuma. Encender la lámpara de gas que tengo no es tarea fácil. Las cerillas me desaparecen continuamente. Los demonios pululan por el ático. De vez en cuando interpelo a alguno: «¡Oye tú, Vinagre, hijo del Vino, por qué no dejas ya de una vez tus asquerosos trucos!» Hace algún tiempo, a medianoche, escuché unos golpes en la puerta y una voz de mujer. No sabría decir si lloraba o reía. «¿Quién podrá ser?», me pregunté. «¿Lilith? ¿Namah? ¿Machlath, la hija de Ketev M’riri?» En voz alta, grité: «señora, se equivoca», pero ella siguió golpeando la puerta. Luego escuché un gemido y que alguien se caía. No me atrevía a abrir la puerta. Empecé a buscar las cerillas y resulta que las tenía en la mano. Por fin me levanté, encendí la lámpara de gas y me puse la bata y las zapatillas. Vi de refilón mi imagen en el espejo y me asusté al verme. Tenía la cara verde y sin afeitar. Por fin abrí la puerta y encontré a una mujer joven, descalza, que vestía un abrigo de marta sobre un camisón de dormir. Estaba pálida, con el pelo largo y rubio muy despeinado. Dije:

     —Señora, ¿qué ocurre?

     —Alguien ha intentado matarme hace un momento. Le pido por favor que me deje entrar. Sólo quiero quedarme en su habitación hasta que amanezca.

     Quería preguntarle quién había intentado matarla, pero vi que estaba helada. Probablemente también bebida. La dejé pasar y me di cuenta que llevaba en la muñeca una pulsera de grandes diamantes.

     —No tengo calefacción en la habitación —le dije.

     —Es mejor que morir en la calle.

     Así que allí estábamos los dos. ¿Pero qué iba a hacer con ella? No tengo más que una cama. Yo no bebo —me lo han prohibido—, pero un amigo me había regalado una botella de coñac y tenía también algunas galletas duras. Le di una copa y una galleta. El licor pareció reanimarla.

     —¿Vive usted en este edificio, señora? —le pregunté.

     —No —me dijo—. Vivo en el bulevar Ujazdowskie.

     Se notaba que era una aristocrática. Hablando, hablando, descubrí que era una condesa, viuda, y que en el edificio vivía su amante, un hombre salvaje que tenía un cachorro de león como animal de compañía. También él pertenecía a la nobleza, pero era un degenerado. Había estado ya un año en prisión por intento de asesinato. Él no podía ir a visitarla porque ella vivía en casa de su suegra, así que era ella la que iba a verlo. Esa noche, en un ataque de celos, él le había pegado y le había puesto un revólver en la sien. En resumen, ella había logrado tomar su abrigo y escapar del departamento. Había llamado a las puertas de todos los vecinos, pero ninguno la había dejado entrar, y por eso se había dirigido al ático.

     —Señora —le dije—, es muy probable que su amante la esté buscando aún. Supongamos que la encuentra. Yo ya no soy lo que podríamos llamar un caballero.

     —No se atreverá a armar alboroto —dijo—. Está en libertad condicional. Yo he terminado con él para siempre. Tenga compasión… por favor, no me eche a la calle a medianoche.

     —¿Cómo va a arreglárselas para ir a su casa mañana? —le pregunté.

     —No lo sé —dijo—. De todas formas, estoy cansada de vivir, pero no quiero que sea él el que ponga fin a mi vida.

     —Bueno, de cualquier modo, no podré dormir —dije—. Échese en mi cama y yo descansaré en esta silla.

     —No, eso no puedo aceptarlo. Usted ya no es joven y no tiene muy buen aspecto. Por favor, acuéstese, yo me sentaré aquí.

     Pasamos tanto tiempo discutiendo que al final decidimos acostarnos los dos juntos. «No tiene nada que temer de mí», le aseguré, «soy viejo e impotente.» Ella pareció estar totalmente convencida.

     ¿Qué estaba yo diciendo? Ah, sí, de repente me encontré en la cama con una condesa cuyo amante podía echar abajo la puerta en cualquier momento. Eché sobre nosotros las dos mantas que tengo, aunque no me molesté en volver a formar el capullo de trapos y papeles que normalmente hago. Además, la sentía muy cerca de mí. De su cuerpo emanaba una extraña sensación de calor, distinta a cualquiera otra que hubiera sentido jamás… o sería quizá que lo había olvidado. ¿Estaría mi adversario intentando una nueva estrategia? En los últimos años ya no jugaba conmigo en serio. Sabe, existe lo que llaman ajedrez humorístico. Me han contado que Nimzowitsch solía gastar bromas a sus compañeros de juego. En los viejos tiempos se conocía a Morphy como el bromista del ajedrez. «Una buena jugada», le dije a mi adversario, «una obra de arte.» Al decir esto me di cuenta de que sabía quién era su amante. Me había cruzado con él en la escalera: un gigante con cara de asesino. Qué final tan gracioso para Jacques Kohn… morir en manos de un Otelo polaco.

     Empecé a reírme y ella rio conmigo. La abracé, manteniéndola muy cerca de mí. Ella no opuso resistencia. De repente se produjo un milagro. ¡Volví a ser un hombre! Una vez, un jueves por la tarde, me encontraba yo cerca de un matadero en un pequeño pueblo y vi cómo un toro y una vaca copulaban antes de ser sacrificados para el sábado. Por qué lo permitió ella, nunca lo sabré. A lo mejor fue una forma de vengarse de su amante. Me besó y me susurró palabras cariñosas. Luego oímos unos fuertes pasos. Alguien golpeó a la puerta con el puño. Mi chica se tiró rodando de la cama y se quedó echada en el suelo. Yo quería recitar la oración de los muertos, pero estaba avergonzado ante Dios, y no tanto ante Dios como ante mi adversario burlón. ¿Por qué iba a darle otra satisfacción más? Hasta los melodramas tienen un límite.

     El bruto seguía golpeando la puerta, y lo que me extrañaba era que ésta no cediera. Le daba patadas. La puerta crujía, pero aguantaba. Yo estaba aterrorizado, pero una parte de mi ser no podía contener la risa. Luego se acabó el alboroto. Otelo se había marchado.

     A la mañana siguiente llevé la pulsera de la condesa a una casa de empeño. Con el dinero que me dieron le compré a mi heroína un vestido, ropa interior y unos zapatos. Ni el vestido ni los zapatos le quedaban bien, pero todo lo que tenía que hacer era tomar un taxi… siempre y cuando, naturalmente, su amante no estuviera esperándola en la escalera. Será curioso, pero el hombre desapareció esa noche y nunca más volvió a aparecer.

     Al marcharse me dio un beso y me pidió que la llamara, pero no estoy tan loco. Como dice el Talmud: «No todos los días ocurre un milagro.»

     Y sabe usted, Kafka, a pesar de lo joven que era, estaba poseído por las mismas inhibiciones que me atormentan a mí en la vejez. Lo estorbaban todo lo que hacía, tanto en lo relacionado con el sexo como con su obra. Deseaba el amor y huía de él. Escribía una frase e inmediatamente la tachaba. También Otto Weininger era así, un loco y un genio. Nunca olvidaré uno de sus dichos: «Dios no creó las chinches.» Es preciso conocer Viena para entender el significado de estas palabras. Pero si esto es así, ¿quién creó las chinches?

     ¡Mire, ahí está Bamberg! Observe cómo se contonea con las piernas tan cortas que tiene, un cadáver que se resiste a descansar en su tumba. No sería mala idea fundar un club de cadáveres insomnes. ¿Por qué pasa la noche entera de aquí para allá? ¿Qué bien pueden hacerle los cabarés? Los médicos lo desahuciaron hace ya años, cuando aún estábamos en Berlín. No es que eso le quitara de estar sentado en el café Romanisches hasta las cuatro de la mañana, hablando con las prostitutas. Una vez, Granat, el actor, anunció que iba a dar una fiesta —una orgía de verdad— en su casa, y entre otros invitó a Bamberg. Granat pidió a todos los hombres que llevaran una mujer, fuera su esposa o una amiga. Pero Bamberg no tenía ni mujer ni amante, así que pagó a una ramera para que la acompañara. Tuvo que comprarle un vestido de noche para la ocasión. El grupo de invitados estaba compuesto exclusivamente por escritores, catedráticos, filósofos y los habituales parásitos intelectuales. A todos se les ocurrió la misma idea que a Bamberg, pagar a una prostituta. Yo también estuve allí. Me acompañó una actriz de Praga que conocía desde hacía mucho tiempo. ¿Conoce usted a Granat? Es un salvaje. Bebe coñac como si fuera agua de Seltz y es capaz de comerse una tortilla de diez huevos. Tan pronto como llegaron los invitados, se desnudó y empezó a bailar alocadamente con las prostitutas, sólo para impresionar a sus invitados intelectuales. Al principio los intelectuales se quedaron sentados, mirando. Después de un rato empezaron a hablar de sexo… que si Schopenhauer dijo esto, Nietzsche aquello. Cualquiera que no lo hubiera presenciado no sería capaz de imaginar lo ridículos que pueden ser esos genios. En medio de todo, Bamberg se encontró indispuesto. Se puso verde como la hierba y empezó a sudar. «Jacques», me dijo, «me ha llegado el fin. Bonito lugar para morir.» Le había dado un cólico nefrítico o biliar. Lo saqué de allí medio a rastras y lo llevé a un hospital. A propósito, ¿podría prestarme un zloti?

     —Dos.

     —¡Cómo es posible! ¿Ha asaltado el Banco Polski?

     —He vendido un relato.

     —Enhorabuena. Cenemos juntos. Será mi invitado.

 

2

Mientras cenábamos, Bamberg se acercó a nuestra mesa. Era un hombre de baja estatura, demacrado como un tuberculoso, encorvado y patizambo. Llevaba zapatos de charol con medias calzas. Unos pelillos canosos brotaban de su cráneo puntiagudo. Tenía un ojo más grande que el otro… rojo, saltón, asustado ante su propia visión. Apoyó sus manos pequeñas y huesudas en nuestra mesa y dijo, con voz aguda:

     —Jacques, ayer leí El Castillo, de tu amigo Kafka. Interesante, muy interesante. ¿Pero qué pretende? Es demasiado largo para ser un sueño. Las alegorías deberían ser cortas.

     Jacques Kohn se apresuró a tragar la comida que estaba masticando y dijo:

     —Siéntate. Un maestro no tiene que seguir las reglas.

     —Hay algunas reglas que hasta un maestro debería seguir. Ninguna novela debería ser más larga que Guerra y paz. Hasta Guerra y paz es demasiado larga. Si la Biblia constara de dieciocho volúmenes, haría mucho tiempo ya que se habría olvidado.

     —El Talmud tiene treinta y seis volúmenes y los judíos no lo han olvidado.

     —Los judíos recuerdan demasiadas cosas, ésa es nuestra desgracia. Hace dos mil años que nos echaron de Tierra Santa y ahora estamos intentando regresar. Una locura, ¿no es verdad? Si nuestra literatura fuera capaz de reflejar esa locura, sería grandiosa. Pero nuestra literatura es sorprendentemente cuerda. Bueno, vamos a dejarlo.

     Bamberg se enderezó, frunciendo el entrecejo a causa del esfuerzo. Arrastrando los pies y con pasos cortos se alejó de la mesa. Fue hacia el gramófono y puso un disco para bailar. Todo el mundo sabía en el club de escritores que llevaba años sin escribir palabra. A la vejez estaba aprendiendo a bailar, influido por la filosofía de su amigo el doctor Mitzkin, intentaba demostrar que el intelecto humano está acabado y que la verdadera sabiduría sólo puede alcanzarse a través de la pasión.

     Jacques Kohn movió la cabeza.

     —Medio metro de Hamlet. Kafka tenía miedo de convertirse en otro Bamberg, por eso se destruyó a sí mismo.

     —¿Lo llamó alguna vez la condesa? —le pregunté.

     Jacques Kohn sacó el monóculo del bolsillo y lo colocó en su sitio.

     —¿Y qué si lo hizo? En mi vida todo se vuelve palabras. Todo es hablar y hablar. Esa es precisamente la filosofía del doctor Mitzkin… el hombre terminará siendo una máquina de fabricar palabras. Comerá palabras, beberá palabras, se casará con palabras y se envenenará con palabras. Ahora que lo pienso, el doctor Mitzkin también estuvo presente en la orgía de Granat. Fue a practicar lo que predicaba, pero igual podía haber escrito La entropía de la pasión. Sí, la condesa me llama de vez en cuando. Ella también es una intelectual, pero sin intelecto. La verdad es que aunque las mujeres hacen todo lo posible por develar los encantos de sus cuerpos, saben tan poco del significado del sexo como del intelecto.

“Piense por ejemplo en Madame Tschissik. ¿Qué tuvo en toda su vida que no fuera su cuerpo? Sin embargo, pruebe a preguntarle lo que es realmente el cuerpo. Ahora es fea. Cuando era actriz en los días de Praga aún tenía algo. Yo era su agente artístico. Ella era un pequeño talento. Vinimos a Praga a ganar un poco de dinero y nos encontramos con un genio que nos esperaba. Homo sapiens torturándose a sí mismo en el más alto grado. Kafka quería ser judío, pero no sabía cómo hacerlo. «Franz», le dije una vez, «eres un hombre joven. Haz lo que hacemos todos.» Había un burdel en Praga que yo conocía y lo convencí para que me acompañara. Él era aún virgen. Prefiero no hablar de la chica a la que estaba prometido. Estaba hundido hasta el cuello en el pantano burgués. Los judíos que formaban su círculo tenían un ideal: hacerse gentiles, y no gentiles checos, sino gentiles alemanes. En resumen, lo persuadí para que viviera conmigo esa aventura. Lo conduje a un oscuro callejón de la antigua judería y allí estaba el burdel. Subimos las sinuosas escaleras. Abrí la puerta y aquello parecía el escenario de un teatro: las prostitutas, los chulos, los clientes, la patrona. Nunca olvidaré ese momento. Kafka empezó a temblar y me tiró de la manga. Luego dio media vuelta y bajó las escaleras tan deprisa que temí que fuera a romperse una pierna. Una vez en la calle se detuvo y vomitó como un colegial. De vuelta a casa pasamos por una sinagoga y Kafka empezó a hablar del gólem. Kafka creía en el gólem, y pensaba incluso que el futuro podía depararnos otro. Debe haber palabras mágicas capaces de convertir un trozo de arcilla en un ser humano. ¿Acaso no dice la cábala que Dios creó el mundo pronunciando unas santas palabras? Al principio fue el Verbo.

     Sí, todo no es más que una gran partida de ajedrez. Toda mi vida he tenido miedo de la muerte, pero ahora que estoy en el umbral de la tumba he dejado de temerla. Está claro, mi adversario quiere jugar lentamente. Me irá arrebatando las piezas una a una. Primero me despojó de mi atractivo de actor y me convirtió supuestamente en un escritor. Tan pronto como hubo hecho esto, me dio el bloqueo típico del escritor. La siguiente jugada fue dejarme impotente. Aun así, sé que todavía le falta mucho para darme jaque mate y eso me fortalece. Si hace frío en mi habitación… pues que haga frío. Si no ceno… pues no voy a morirme por eso. Él me hace sabotaje y yo se lo hago a él. Hace algún tiempo volvía yo a casa ya tarde, estaba helando y de repente me di cuenta de que había perdido la llave. Desperté al portero, pero no tenía una copia. Apestaba a vodka y su perro me mordió el pie. En otros tiempos me hubiera desesperado, pero esa vez le dije a mi adversario: «si quieres darme una pulmonía, a mí me da lo mismo.» Salí de la casa y decidí ir a la estación de Viena. El viento casi me arrastra. A aquellas horas de la noche tendría que haber estado esperando el tranvía al menos tres cuartos de hora. Pasé por el sindicato de actores y vi luz en una ventana. Decidí entrar, a lo mejor podía pasar allí la noche. Al subir los escalones, mi pie chocó con algo y oí un sonido metálico. Me agaché y levanté una llave. ¡Era la mía! La probabilidad de encontrar una llave a oscuras en esa escalera es una entre mil millones, pero al parecer mi oponente tenía miedo de que yo pudiera abandonar al fantasma antes de que él estuviera preparado. ¿Fatalismo? Llámele fatalismo si quiere.

Jacques Kohn se levantó y se excusó para hacer una llamada telefónica. Yo me quedé sentado viendo cómo a Bamberg le temblaban las piernas mientras bailaba con una dama del mundo de las letras. Tenía los ojos cerrados y la cabeza reclinada sobre el pecho de la señora como si se tratara de una almohada. Parecía estar bailando y durmiendo a la vez. Jacques Kohn tardó mucho tiempo… mucho más de lo que normalmente se tarda en hacer una llamada telefónica. Cuando volvió le brillaba el monóculo que llevaba en el ojo. Me dijo:

     —Adivine quién está en la otra habitación. ¡Madame Tschissik! El gran amor de Kafka.

     —¿De verdad?

     —Le he hablado de usted. Venga, quiero presentársela.

     —No.

     —¿Por qué no? Merece la pena conocer a una mujer que fue amada por Kafka.

     —No me interesa.

     —Es usted un tímido, eso es lo que pasa. Kafka también era tímido… tan tímido como un estudiante de una yeshiva. Yo no he sido nunca tímido y quizá sea ésa la razón por la que nunca he llegado a nada. Querido amigo, necesito veinte groschen más para los porteros, diez para el de este edificio y diez para el del mío.   Sin dinero no puedo volver a casa.

     Saqué un poco de cambio del bolsillo y se lo di.

     —¿Tanto? No cabe duda de que hoy ha atracado un banco. ¡Cuarenta y seis groschen! ¡Así, sin más! Bueno, si Dios existe, lo recompensará. Y si no existe, ¿quién está haciendo todas estas jugadas a Jacques Kohn?

 

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