@defo89

Los que pueden lo hacen

BOB KUROSAKA

El semestre comenzó de la manera caótica ya tradicional. Las tarjetas de clasificación se habían perdido, los estudiantes vagaban a la deriva por el salón de clase. Un oh ocasional interrumpía mi clase, seguido por la torpe salida de un estudiante sonrojado que se había dado cuenta súbitamente de que era el curso de Ecuaciones Diferenciales, y no el de Introducción a la Filosofía.

     Después del anuncio de los textos y materiales que se necesitaban hice la pregunta habitual: «¿Tienen alguna pregunta que hacer?» Si no había alguna, agarraría el ómnibus de las 11:20 a Weavertown. Tendría tiempo para un corto partido de golf.

     Un estudiante se levantó y apretó sus manos en los bolsillos traseros de su pantalón.

     —Profesor, ¿por qué tenemos que seguir este curso?

     Un murmullo intranquilo se elevó desde la clase, un nervioso agitar de pies.

     —¿Cuál es su nombre, joven? —pregunté.

     —Barone, señor. Frank Barone.

     —Bueno, señor Barone, la Universidad requiere que todos los especializados en Matemáticas completen un mínimo de…

     —Ya sé todo eso —me interrumpió, y luego agregó rápidamente—, señor.

     —Sonreí y asentí.

     —Quiero decir si hay algún tipo de uso práctico en estudiar conceptos totalmente abstractos. Lo que yo necesito es una guía que me ayude a ser un miembro activo de la sociedad.

     Llegué a la conclusión de que era uno de los confundidos de la clase de Filosofía que se había quedado, pero su voz profunda y la seguridad de sus maneras habían encantado a la clase. Los otros estudiantes estaban esperando mi respuesta. Me aclaré la garganta.

     —Señor Barone —comencé—, ¿qué es lo que usted quiere de la Universidad?

     —No estoy seguro, señor. Pensé que los dos años de collage me ayudarían a decidirme por una carrera, pero no fue así. Usted verá, yo no tengo que trabajar para vivir.

     Lo dijo simplemente, como quien dice: «Tengo un problema con mis dientes».

     —¿Y cómo obtendrá usted los medios de vida, señor Barone?

     —Bien, señor, tengo un… un don.

     —¿De veras? —lancé una risita—. ¿El toque de Midas, quizá?

          Me arrepentí de inmediato de mi sarcasmo. La cara de Barone se había puesto roja. Me había confesado un asunto de gran importancia y yo lo había puesto en ridículo.

     —¡Mejor que eso, profesor! —gritó—. ¡Mire!

     Barone levantó una mano y me apuntó. Mi atril se elevó silenciosamente y flotó sobre mi cabeza. Oí un jadeo de asombro. Me di vuelta justo para ver a Barone haciendo gestos hacia una alumna muy bien proporcionada. Ella estaba tratando de cubrir su desnudez con el cuaderno.

     —¡Señor Barone! —le grité—-. ¡Es suficiente!

     —¡Todavía no, profesor!

     Agitó sus manos y las juntó como si fuera atrapar una mariposa. Cuando las abrió, un enjambre de murciélagos salió volando, girando salvajemente en el salón de clase. Las alumnas gritaban y se escondían bajo sus asientos.

     Barone tenía que ser detenido. Respiré profundamente y grité:

     —¡Basta!

     La habitación se calmó de golpe: todo el mundo quedó helado. Solo el susurro del vuelo de los murciélagos y el gimoteo de la chica desnuda rompía el pesado silencio. Todos los ojos estaban puestos sobre mí, hasta los de Barone. Eso era bueno.

     Apunté al atril y este descendió suavemente. Con un gesto rápido devolví las ropas a la chica.

     Junté mis manos y me concentré. Las abrí y solté a los halcones. Limpiaron el aire de murciélagos y volvieron a mis manos, donde se desvanecieron silenciosamente.

     La clase tenía la boca abierta. Era hora de romper la tensión.

     —¿Alguna otra pregunta?

     Los estudiantes sacudieron sus cabezas, aturdidos. Solo Barone permaneció inmóvil.

     —Muy bien, lean desde la página tres hasta la diecisiete para la próxima clase. Eso es todo por hoy.

     El salón se vació rápidamente. Barone, el último en salir, vaciló un momento en la puerta del aula. Se dio vuelta y me miró. Nos estudiamos uno al otro por varios segundos. Luego, como si hubiera tomado una decisión, asintió severamente. Me sonrió y salió con un paso decidido.

     Dejé escapar un suspiro y recogí mis notas. Al dejar el salón de clases eché una mirada al reloj. Eran las 11:30.

     Quizá pudiera alcanzar el ómnibus de la 1:15.

[Traducción de Jorge Sánchez]

Ilustración de portada: DANIEL FERNÁNDEZ

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