Siri Hustvedt entrevistada por Patricio Zunini

 

 

«Me vine a este cuartito porque estoy más cerca del router, el wifi estuvo funcionando mal todo el día». Siri Hustvedt, la escritora norteamericana que hace casi treinta años —cuando publicó Los ojos vendados en 1992— impuso una voz que sorprende por la facilidad con la que enciende las llagas de la mente, la ensayista que se interesó tanto por la ciencia que es consultada por especialistas, la novelista que es premiada con casi cada uno de sus libros y que el año pasado recibió el Premio Princesa de Asturias de las Letras, la autora, en suma, que marca el ritmo y las inquietudes de sus lectores, tiene, como casi todos los mortales, problemas con su módem.

     Hustvedt es una de las grandes figuras que participarán en la próxima edición del Filba, que este año, debido a la pandemia del coronavirus, será virtual. El 22 de octubre a las 20, hora de Buenos Aires, será entrevistada por Eugenia Zicavo. En esta nueva normalidad que no permite el contacto presencial, pero que, gracias a las pantallas, sí permite entrar en los espacios íntimos de los otros, el cuartito que se ve desde la computadora, no más ancho que un pasillo, es una pequeña hendija por la que se puede entrever cómo es su casa: el lugar está lleno

—lleno— de libros.

     Tal vez aquel comentario sobre las dificultades de internet provocó un acercamiento distinto y durante una hora, Hustvedt se abrió a pensar en voz alta. Con su novela más reciente, Recuerdos del futuro (Seix Barral), como marco, la autora de El verano sin hombres, Vivir, pensar, mirar y La mujer temblorosa, entre tantísimos títulos, habló acerca de los intereses que aborda en sus libros: la política, el feminismo, la relación entre identidad y memoria, el amor.

En sus novelas suele mencionar a Tristram Shandy, el clásico de Lawrence Sterne. En Recuerdos del futuro, un personaje dice que le encanta porque es al mismo tiempo digresivo y progresivo. ¿Por qué la pasión por Tristram? Y luego: ¿se puede interpretar esa observación como una manera de leer su propia novela?

—Leí Tristram Shandy cuando tenía poco más de veinte años y lo releí antes de escribir Recuerdos del futuro. La narración, como todos saben, es sinuosa e imita uno de los problemas centrales del libro, que es el coitus interruptus, ¡el orgasmo nunca llega para ese pobre hombre! Una de las razones por las que me referí a Tristram Shandy al principio de Recuerdos del futuro fue para darle una pista al lector, para que supiera que la novela no seguiría las convenciones de la narración directa. Pero también, debido a que la novela se ocupa de las cuestiones acerca del tiempo, Tristram Shandy es un buen texto para tener en el margen. Y, además, mi novela toma como referencia a los libros del siglo XVIII, cuando, especialmente en Inglaterra, el narrador hablaba directamente con el lector. Quería esa intimidad.

La novela se mueve por el tiempo con Tristram Shandy y por el espacio con Don Quijote.

—Exactamente. De hecho, me gusta decir —y millones de personas estarán de acuerdo conmigo— que lo fascinante del Don Quijote es que todo o casi todo lo que se ha desarrollado en términos de la novela, ya están presentes en ese libro. ¡Cervantes hizo todo! Todo el aparato de la novela se cumple de manera fantástica en Don Quijote.

Siguiendo con Recuerdos del futuro, hay una desconfianza sobre la veracidad de la memoria: «la memoria y la imaginación son una sola facultad», escribe. ¿De qué manera se puede interpretar la recreación del pasado en manos de un escritor?

—No está en la novela, pero llevo muchos años investigando sobre el recuerdo. En neurobiología parece bastante claro que no hay memoria original: cada vez que se recupera un recuerdo cambia incluso a nivel molecular. Giambattista Vico, el historiador y filósofo anticartesiano, escribió exactamente que la memoria y la imaginación son lo mismo. El arte, entonces, sería algo nuevo que proviene de algo antiguo que se recuerda. En la novela quería crear una duda continua sobre lo que cuenta la narradora.

La ciudad de Nueva York es un personaje más de sus novelas: las calles, los lugares, los habitantes. Hay personajes que, como en una cita velada a Joseph Cornell, crean sus obras de arte con lo que encuentran en las calles. ¿Se siente una heredera del arte de la ciudad?

—Siempre pensé a Nueva York como una entidad viviente, un organismo. En relación con otras ciudades que amo, es más viva y más cambiante. En Recuerdos del futuro, aunque la memoria está muy ficcionalizada, recordé mis primeros días como residente de Nueva York. La lectura de John Ashbery, por ejemplo, fue un hecho real. Hay una pequeña historia sobre el ataque de una rata a una mujer: nadie sabe si en realidad sucedió, pero era un rumor extendido por la ciudad que aterrorizaba a todos y, por supuesto, veíamos muchas ratas entonces. Lo que evité conscientemente fue caer en la nostalgia. La ciudad acababa de salir de una terrible crisis financiera, se había ido un millón de personas, y, para quien quería ser artista, vivir en Manhattan resultaba bastante barato. Y, por supuesto, yo era joven y pobre. En ese momento, a finales de los 70, había una escena artística muy grande: música, poesía, escritura de todo tipo, artes visuales. Había una emoción anárquica que quería captar en el libro.

¿Cómo cambió la ciudad en la que se podía Vivir, pensar, mirar con la pandemia del coronavirus?

—A diferencia de muchas personas, yo no voy a una oficina. Tengo un estudio en mi casa y trabajo desde aquí. Me levanto a las 5.30 o a las 6 en punto, y estoy en mi escritorio a las siete. Trabajo hasta primeras horas de la tarde y luego leo cuatro horas. Esa es mi rutina habitual, que no cambió. Lo que cambió, por supuesto, y fue pavoroso cuando Nueva York estaba en la cima de las infecciones, era que todo el tiempo escuchábamos las sirenas de las ambulancias. Quiero decir, en Nueva York tenemos sirenas, pero cada pocos minutos había otra. Y luego: ¡los pájaros cantaban en Brooklyn como nunca los había escuchado! Esa fue una experiencia notable. El número de muertos aquí fue terrible. El 8 de abril murieron 799 personas. Tuvimos amigos enfermos. Mi marido y yo nos enfermamos aunque no sabemos si fue de otra cosa. Es muy doloroso no poder encontrarse con amigos. Tengo fantasías con sentarme alrededor de una mesa llena de gente y hablar toda la noche y saludar con un abrazo. ¡Y los besos! ¿A dónde va todo eso?

En Recuerdos del futuro dice que los años de Trump —a quien no lo menciona, pero sí dibuja— son los años del odio. ¿Qué espera de las próximas elecciones de noviembre?

Mi marido, mi hija, yo y varios otros escritores fundamos un grupo llamado “Escritores contra Trump”. Nos pueden encontrar en WritersAgainstTrump.org y también tenemos Instagram y Facebook, que los lleva nuestra hija, Sophie Auster. Desde agosto hemos estado especialmente activos en conseguir los votos de los jóvenes progresistas que pueden haberse decepcionado con Biden como candidato. Sentimos que la urgencia de esta elección es tan grande que tenemos que rechazar a la administración de Trump porque es más que un autoritarismo creciente. Hemos visto una suerte de realidad neofascista de las ideas trumpianas y sus partidarios. Lo que quedó claro para mí, es que vamos a definir la supervivencia o la muerte de la república norteamericana. No creo que sea una exageración ni soy la única que lo piensa, porque el escenario postelectoral que Trump ya está plantando es que, si no gana, la elección habrá sido fraudulenta. Pase lo que pase, el 3 de noviembre será decisivo.

¿Por qué ocho años de un presidente moderno y progresista como Barack Obama se continuaron con estos cuatro años de Trump?

—Pensé y escribí mucho sobre esto. Hay que entender cuál es la motivación de los votantes de Trump. Hay que entender el problema humano. Creo que no es algo económico. Inmediatamente después de las elecciones escribí un artículo llamado «No sólo economía: la población blanca y sus demonios emocionales». Creo que el reconocimiento hacia los Otros —con o mayúscula—, como los negros, las mujeres, los inmigrantes, las personas LGBTQ como parte de la cultura y la sociedad estadounidense, hace que las personas que apoyan a Trump lo consideren como una denigración hacia ellos. Barack Obama representaba eso y fue presidente de Estados Unidos. ¡Y fue elegido dos veces! Era exactamente lo que el votante de Trump no podía tolerar. Sintieron esa humillación y esa vergüenza, y la vergüenza es una de las emociones humanas más poderosas. Además, hay un problema de educación: el 68% de los hombres blancos sin educación universitaria votaron por Donald Trump, el 63% de las mujeres blancas sin educación universitaria votaron por Donald Trump. Los blancos todavía tienen todas las ventajas en Estados Unidos, pero es el sentimiento de humillación lo que legitimó Donald Trump. Racismo, misoginia, xenofobia: todo eso ha legitimado la figura de Trump.

Quería preguntarle por la idea de «presente» en la obra artística. Recuerdo que el protagonista de Todo cuanto amé le dice al hijo que cuando un cuadro está terminado permanece para siempre en el presente.

—Es un pensamiento muy común, pero creo que las obras de arte tienen que renacer en un presente. Un libro, una pintura, una pieza musical solo están vivos en el lector, el oyente, el espectador. Es él quien las anima. Hay algo fijo en las obras de arte. Lo que cambia, claro, es el lector. Pero, en el mismo tiempo en que la persona consume la obra de arte, esta también cambia porque vive en el cuerpo de esa persona. Por eso, un libro que se lee tres o cuatro veces, se modifica cada vez. Tuve esta experiencia varias veces porque me gusta releer los libros que me encantan y siempre es un libro nuevo. Los buenos libros cambian.

Hay otra problemática que se aborda y la cuestión de ser y a la vez ya no ser aquel que uno fue. «Cada persona está formada por dos personas», escribe en Recuerdos del futuro. Quería preguntarle por esta idea de la doble vida, específicamente en relación al escritor y al artista.

—Probablemente seamos plurales. La pregunta filosófica es: ¿Cómo se relaciona la recién nacida con la anciana que agoniza en su cama? ¿Cómo se vinculan estas dos personas? Sabemos que hay un organismo biológico que se desarrolla con el tiempo, pero somos muchos los que no nos reconocemos en las fotos de bebé, a menos que alguien nos diga: “Esa eres tú”. Parte de la exploración del libro fue pensar en mi propia yo joven. Aun cuando los eventos de esa vida son ficticios, la joven es muy cercana a mí. Y lo mismo sucede con la anciana que escribe el libro, que también está cerca de mí. Sus percepciones son cercanas a mí y a la vez son diferentes a las de la joven. Hay un despliegue del pasado a través de la escritura en presente que es también una forma de revisión imaginativa de ese pasado. Por lo tanto, no se trata tanto de cambiar los hechos, sino de reconfigurarlos a través de otras interpretaciones e imaginaciones.

Como feminista, ¿cuál es su responsabilidad como escritora?

—Es una muy buena pregunta porque nunca confié con mis trabajos en articular lo que la cultura ya articula muy bien. Hay un conjunto de pensamientos muy importantes: las mujeres deben tener el mismo salario que los hombres, por ejemplo. Pero lo que me interesa es abrir una serie de interrogantes más profundos a las que sólo puedo dar respuestas parciales: ¿por qué la situación se dio así?, ¿qué es lo que verdaderamente está pasando?, ¿cuánto tiempo tardan en morir las ideas? Últimamente paso mucho tiempo con los griegos. Hesíodo escribió sobre Pandora como la imagen del mal, una persona engañosa y malévola que abre la caja. Los griegos tenían una cultura realmente misógina. No quiero decir que no haya mucho que admirar de ellos, no soy de esas personas. Leo a Aristóteles y me atrae a pesar de que piense poco en las mujeres y los esclavos. Pero son estas ideas las que han dado forma a la cultura occidental y no nos liberamos de ellas. La distinción entre lo masculino como cultura y mente y lo femenino como cuerpo y naturaleza todavía continúa y está implícito en la forma en que leemos al hombre y la mujer.

¿Cuál es rol de los hombres al acompañar la lucha de las mujeres?

—A menudo en las presentaciones de libros, los hombres se me acercan y me piden que les firme el libro para sus esposas. «Yo no leo ficción, pero ¿podría firmarle el libro a mi mujer?». Lo primero que pienso es dónde está ella, por qué no vino. Y luego, creo que, en esa aclaración, sin que haya maldad, hay una idea implícita sobre que someterse a la voz de una mujer es humillante. Es como el problema de Trump: ningún negro va a decirme nada a mí, ninguna mujer me va a decir nada. Y está tan profundamente escrito en los huesos que muchas mujeres tienen el mismo sentimiento y son mucho más felices al recibir órdenes de un hombre que de una mujer. Organizamos nuestro entendimiento tan profundamente en torno a esta jerarquía que resulta difícil escapar. Vivimos de acuerdo con las expectativas pasadas y proyectamos ese pasado en el futuro. Para cambiarlo, tenemos que reescribir nuestras expectativas de manera consciente. El racismo funciona de la misma manera emocional.

¿Se puede ser hombre y feminista?

—No creo que la palabra feminista esté unida solo a alguien con genitales femeninos. Ahora se llama «fluidez de género» lo que cuando era joven llamábamos «androginia». Creo que «fluidez de género» es mejor, es un término más sutil. Pero lo que hay que pensar sobre lo masculino y lo femenino es algo que todos compartimos. Si vives como hombre o como mujer, el trato con el otro sexo te fue establecido de muchas maneras y, por lo tanto, sabes que lo natural es que el hombre no se someta a la autoridad de una mujer o que un hombre puede enojarse de una forma que las mujeres no se les permite. Una de las razones por las que Barack Obama —y esto aplica a todos los negros de los Estados Unidos— no podía expresar enojo era porque sería un hombre negro enojado, que es una figura que ha aterrorizado a los blancos estadounidenses desde los tiempos de la esclavitud. Esto también se aplica a las mujeres. Desde los griegos, la ira solo se le permite a quien está en el poder.

Hace unos años tuve la oportunidad de entrevistar a su marido, Paul Auster, y le pregunté si era difícil convivir con una escritora. No le voy a decir qué fue lo que él dijo, pero, en todo caso, le hago la misma pregunta: ¿es difícil estar casada con un escritor?

—Llevamos… ¿Cuántos años ya? Creo que llevamos… ¡39 años juntos! Desde el principio tuvimos un diálogo realmente largo sobre muchas cosas, incluida la literatura. Sabemos —y siempre lo hemos sabido— en qué está trabajando el otro, pero también qué está viviendo y lo que significa escribir un libro. Desde ese punto de vista, ha sido una bendición para los dos. Y el hecho que seamos las primeras personas que nos leemos también es maravilloso. ¡Tengo un editor en casa! Leemos nuestros manuscritos y nos hacemos observaciones. Pero afuera sucede una cosa extraña. Hubo periodistas que me preguntaban si mi marido escribía mis libros. O si él me enseñó todo lo que sé sobre psicoanálisis y neurociencia. Generalmente no respondía a esos ataques; ahora, después de varios años

—desafortunadamente— fui un poco lenta, me di cuenta de que eran eso: ataques. No creo que creyeran que mi esposo escribía mis libros, sino que sentían que, al reconocer los dones o el intelecto de una mujer especialmente en algunos campos como las ciencias, se sentían menospreciados como hombres. Cuando comprendí eso me resultó mucho más fácil reírme o decir: «¡¿Realmente eso es lo que crees?!». Fue como una liberación. Pero volviendo a la pareja, ahora que somos dos personas mayores, las ventajas de una larga relación de amor son muy grandes. Puede que no suene emocionante, pero la pandemia ha dejado bien claro que nos tenemos el uno al otro. Si puedes aferrarte a un diálogo durante casi cuarenta años y todavía te encanta, bueno: tienes mucha suerte

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