El realismo mágico en ‘Cuentos de barro’

ÍTALO LÓPEZ VALLECILLOS

San Salvador, 15 noviembre 1932 – México, D.F., 9 febrero 1986

 

Cuentos de barro, de Salvador Salazar Arrué (1899-1975), más conocido como Salarrué, constituye el punto de partida de lo que ha dado en llamarse el realismo mágico en las letras hispanoamericanas. Mucho antes que el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que el uruguayo Horacio Quiroga, que el brasileño João Guimarães Rosa, que el mexicano Juan Rulfo y que el colombiano Gabriel García Márquez, Salarrué había producido los breves, finos y penetrantes relatos en que la tierra, el paisaje y el hombre salvadoreño son captados dentro de una dimensión en que se funden dos ámbitos sin frontera: la dureza de la realidad concreta y el pensamiento mágico, irreal, y no obstante arraigado como forma objetiva de conciencia social.

     Salarrué, con estos cuentos formados con el barro local, logra ahondar en la naturaleza de los pobres y sufridos trabajadores rurales, en una asombrosa descripción que supera el costumbrismo, el folklorismo de otros autores. Si algo queda de la estampa lugareña, de los fabricantes de aguardiente clandestino, del gamonal todopoderoso en las haciendas, de las miserias y supersticiones que erigen su secular trasfondo en las tertulias y divagaciones de la noche o en el actuar cotidiano del indio, no es sino un reflejo de lo que el autor vio, oyó, presenció en las serranías y rancherías de Sonsonate, lugar donde sus parientes poseían tierras de cultivo y donde, probablemente, enriqueció su visión de escritor, no sin cierto alucinamiento por los tersos colores del trópico. La redacción de estos cuentos data de 1930 y su primera edición de 1933, época en que el sistema de dominación social en el campo se caracterizaba por relaciones semi-feudales, pre-capitalistas, en las que el atraso, entre otros aspectos, reunía a la peonada en latifundios y minifundios de la mayor penuria. A contraluz, con leves toques impresionistas, los campesinos están pintados descalzos o con caites, vestidos con cotones de manta dril y sombreros de palma. A medida que el lector se adentra en los diálogos, advierte que los personajes son analfabetos y carecen de seguridad social, que viven al amparo del curandero que hace de médico, veterinario y fabricante de medicinas a base de hierbas o raíces; situación en la cual el cura, el sacerdote, sirve al patrón con solícita benevolencia y mira al trabajador agrario como un siervo irredento por el hecho mismo de ser indígena o mestizo, pobre por haberlo así dispuesto Dios o las circunstancias y al que hay que ayudar a ganar el cielo y la vida eterna mediante el conformismo y la penitencia. Los ritos externos, las misas y bautismos, las celebraciones en honor al “patrono” o patrona del lugar están impregnados de una religiosidad popular, sin asidero en la conciencia. Luego del rezo, al “santo” se le cubre con un paño para que no vea el baile y la borrachera, ni escuche las discusiones o el ruido sordo del filazo de los machetes en las riñas de aldea.

     Los cuentos son piezas literarias extraídas de un marco clasista, donde la estratificación social es cerrada. La gente nace, vive y muere en el mismo lugar de trabajo, sin los lujos de ir un día a la capital a conocerla, siquiera. Las familias están aisladas por falta de caminos y medios de locomoción, obligados a trajinar la existencia entre la siembra y la cosecha, el trapiche y el beneficio de café. La sociedad potencia la reproducción de una ideología, de unos símbolos, de una cultura trágicamente dolorosa para los de abajo.

     Al leer Cuentos de barro el lector tiene que estar prevenido de tal hecho sociológico, para no caer en la falsa apreciación de que se trata de una literatura alienada y alienante, en la que el artificio convierte la realidad humana en mero juego de imágenes y en abalorio de una feria de pequeños dramas, embellecidos y ennoblecidos por la palabra humanizadora del autor. Es cierto que árboles, lianas, flores, ríos y montañas, pájaros multicolores ambientan la vida misma de estos seres tristes e ingenuos. No obstante, viven en un contexto dual en el que, a pesar de los años de lucha, las fuerzas sociales en pugna no han podido modificar la situación de miseria y explotación. Es cierto que el dolor y el sufrimiento, al mismo instante del nacer para la fugacidad, adviene un clima mágico, un plano extrarrenal que le da a los relatos una unidad, no solo en cuanto a la estructura interna de los cuentos, sino en la temática, en las ideas centrales que presiden y orquestan el mundo total de la comunidad. Se trata de familias enteras aún imbuidas del pensamiento mágico prehispánico, en un entrecruce con lo colonial español. El mito se conserva como lo único cierto, como lo único seguro, es el conocimiento primitivo que efectivamente ayuda frente a la enfermedad, se trate del paludismo o la picada de la barba amarilla. Por lo menos eso piensan y sienten los pobladores rurales. Lo otro, lo científico-urbano, es para las clases “educadas”, que tienen doctores y abogados. Para los personajes de Cuentos de barro que trabajan bajo el sol implacable en los pantanos y ciénagas, en los manglares, en las encrespadas olas marinas, en los cafetales, los conceptos de hombre, sociedad y civilización tienen su propio significado. Surge así una axiología que tiene su raíz y fundamento en un modo de vivir distinto, objetivado si se quiere en lo mágico. De ahí que sean diferentes los parámetros de honor, honradez, virginidad, hombría, familia, virtud, y en el tráfico obligado con la civilización fronteriza haya un desfase entre el valor y el precio, entre el dinero que todo lo compra y prostituye y la sobriedad y austeridad de otros siglos y otras edades que en estos contornos parecieran detenerse. Hasta la perversidad, la maldad, la mala levadura es auto reconocida al reflexionar hondamente: semos malos.

     Cuentos de barro es, sin duda, uno de los mejores libros narrativos de América Latina. Juntamente con Cuentos de cipotes, obra que se inserta en la picaresca del niño de barrio, Salarrué nos introduce en la realidad de un país típicamente subdesarrollado, sin que haya en el autor la intención de hace r sociología como ya lo anotaba hace algunos años Anderson Imbert. En todo caso, sí hay un propósito, ese propósito que todo buen narrados trata de ocultar, a manera de que el argumento, el diálogo, las descripciones, la síntesis o el hilo conductor invisible, hablen por el mismo relato. Y hay que reparar que no se trata de una mera técnica narrativa, de una fórmula literaria, de un recurso retórico, sino de una percepción de hechos que sucedieron o pudieron suceder de esta o aquella manera en un tiempo y en un espacio que el autor crea y recrea, sin poder aislarse del contexto social en que escribe su obra.

     El mérito literario de Cuentos de barro está en la captación psico-social de los hombres de arcilla de El Salvador. Ahí, perdidos en el submundo rural, impávidos como ídolos de desaparecidas civilizaciones, agobiados por el peso de un sistema

Social injusto desfilan estos hombres con sus tragedias y sus alegrías, sus contradicciones y su doble despliegue, moviéndose de lo real telúrico a lo mágico ideal, haciéndole frente a la clase dominante con la resignación acostumbrada, aferrándose a las concepciones de un pasado que, a pesar de haberse ido, subsiste como defensa contra la hostilidad y la brutalidad del ambiente. Solo quien sueñe con ardor en la posibilidad de hallar una botija llena de monedas de oro, cubierta de piedras preciosas, quien aspire a encontrar una felicidad evidentemente inexistente, podrá trabajar y arar la tierra rompiéndose el alma en los surcos, sin importarle el tiempo y, finalmente, ni el mismo salario. En la paradoja del indio haragán, buscando sonámbulo el tesoro, termina por conservarse e imponerse el mito, la reserva de energía y la provisión de esperanza de enterrar el fruto de su propia vida “para que después no digan que no hay botijas”, ni más sueños que no tengan un esplendor.

     El lenguaje de estos cuentos resulta extraño a quienes desconocen el español de El Salvador. Hay una serie de modismos, de giros dialectales, de arcaísmos, de voces propias de la zona geográfica. Se trata, en la mayoría de los casos, de palabras escritas tal cual se pronuncian en el castellano rural, o semi-urbano del país, por lo menos de las décadas de 1920 a 1940. La acentuación aguda y constante, el voceo hispanoamericano proveniente del siglo XVI, el yeísmo, la propensión a unir palabras y frases como algo natural y propio del habla coloquial, es registrado como un fenómeno del cual el mismo autor no puede escapar. Por momentos no solamente los personajes hacen uso de ese lenguaje popular, local, vernáculo, sino el mismo escritor se traslada al plano verbal del ambiente introduciendo imágenes, tropos y metáforas bellísimas.

     El habla autóctona, si bien se vuelve a ratos un obstáculo, es un instrumento eficaz para comunicar sentimientos e ideas, tras los cuales hay todo un bagaje de tradición popular y una manera de ser, de existir. Un recurso lingüístico que nos lleva de la mano por los caminos del alma salvadoreña, en una expresión doliente, irónica, triste y a la vez ingenua. El realismo y la magia se condensan, se acrisolan, en un mundo de honda conflictividad, frente al cual está la conciencia de la raza mestiza, aislada entre breñales, ahíta en su bruñida soledad. El hombre de barro, sudoroso, errante, va por los caminos con nostalgias que se diluyen entre borrascas y tempestades. Su destino es incierto, pero está en sus manos alzado y digno.

      Estas páginas, en síntesis, son acuarelas de gran expresividad. Aguafuertes en un lienzo que recoge el rostro, el perfil, el tránsito existencial de un pueblo de arcilla, en la exuberante y sobrecogedora selva de misteriosos parajes. Relatos de gozo, de ambiente latinoamericano, reales y mágicos en muchos sentidos, para leer y reflexionar en todos los tiempos.

 

[San Salvador, mayo 1979]

    

 

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